16
A lo largo del otoño
hubo más clientas; extranjeras adineradas en su mayoría, tuvo razón
mi socia la matutera en su presagio. Varias alemanas. Alguna
italiana. Unas cuantas españolas también, esposas de empresarios
casi siempre, que la administración y el ejército andaban en
tiempos convulsos. Alguna judía rica, sefardí, hermosa, con su
castellano suave y viejo de otra cadencia, hadreando con su ritmo melodioso en haketía, con
palabras raras, antiguas: mi wueno, mi reina,
buena semana mos dé el Dio, ansina como te digo que ya te
contí.
El negocio prosperaba
poco a poco, se fue corriendo la voz. Entraba dinero: en pesetas de
Burgos, en francos franceses y marroquíes, en moneda hassani. Lo
guardaba todo en una pequeña caja de caudales cerrada con siete
llaves en el segundo cajón de la mesilla de noche. A treinta de
cada mes entregaba el montante a Candelaria. El tiempo de decir
amén tardaba la matutera en apartar un puñado de pesetas para los
gastos corrientes y liar el resto de los billetes en un rulo
compacto que diestra se introducía en el canalillo. Con la ganancia
del mes al cobijo caliente de sus opulencias, corría a buscar entre
los hebreos al cambista que mejor apaño le hiciera. Volvía al rato
a la pensión, sin resuello y con un montón tubular de libras
esterlinas guarecido en el mismo escondite. Con el aliento aún
entrecortado por la prisa, se sacaba de entre los pechos el botín.
«A lo seguro, chiquilla, a lo seguro, que para mí que los más
listos son los ingleses. Pesetas de Franco no vamos a ahorrar tú y
yo ni una, que como al cabo terminen perdiendo la guerra los
nacionales, no van a servirnos ni para limpiarnos el culo.»
Repartía con justicia: la mitad para mí, la mitad para ti. Y que
nunca nos falte, mi alma.
Me acostumbré a vivir
sola, serena, sin miedos. A ser responsable del taller y de mí
misma. Trabajaba mucho, me distraía poco. El volumen de pedidos no
exigía más manos, seguí sin ayuda. La actividad era por eso
incesante, con los hilos, las tijeras, con imaginación y la
plancha. Salía a veces en busca de telas, a forrar botones o elegir
bobinas y corchetes. Disfrutaba sobre todo de los viernes: me
acercaba a la vecina plaza de España -el Feddán le decían los
moros- para ver al jalifa salir de su palacio y dirigirse de la
mezquita sobre un caballo blanco, bajo un parasol verde, rodeado
por soldados indígenas con uniformes de ensueño, un espectáculo
imponente. Solía caminar después por la que ya comenzaba a llamarse
calle del Generalísimo, continuaba el paseo hasta la plaza de
Muley-el-Mehdi y pasaba frente a la iglesia de Nuestra Señora de
las Victorias, la misión católica, abarrotada de lutos y plegarias
por la guerra.
La guerra: tan
lejana, tan presente. Del otro lado del Estrecho llegaban noticias
por las ondas, por la prensa y saltando de boca en boca. La gente,
en sus casas, marcaba los avances con alfileres de colores sobre
los mapas clavados en las paredes. Yo, en la soledad de la mía, me
informaba sobre lo que en mi país iba aconteciendo. El único
capricho que me permití en esos meses fue la compra de un aparato
de radio; gracias a él supe antes de fin de año que el gobierno de
la República se había trasladado a Valencia y había dejado al
pueblo solo para defender Madrid. Llegaron las Brigadas
Internacionales a ayudar a los republicanos, Hitler y Mussolini
reconocieron la legitimidad de Franco, fusilaron a José Antonio en
la cárcel de Alicante, junté ciento ochenta libras, llegó la
Navidad.
Pasé aquella primera
Nochebuena africana en la pensión. Aunque intenté rechazar la
invitación, la dueña me convenció una vez más con su vehemencia
arrolladura.
-Tú te vienes a cenar
a La Luneta y no hay más que hablar, que mientras la Candelaria
tenga un sitio en su mesa, aquí no pasa nadie las pascuas
solo.
No pude negarme, pero
cuánto esfuerzo me costó. A medida que las fiestas se acercaban,
los soplos de tristeza empezaron a colarse entre los resquicios de
las ventanas y a filtrarse por debajo de las puertas, hasta dejar
el taller invadido de melancolía. Cómo estaría mi madre, cómo
soportaría la incertidumbre de no saber de mí, cómo se las
arreglaría para mantenerse en aquellos tiempos atroces. Las
preguntas sin respuesta me asaltaban a cada momento e incrementaban
por días mi desazón. El ambiente alrededor contribuía poco a
mantener alto el optimismo: apenas se palpaba una pizca de alegría
a pesar de que los comercios lucían algunos adornos, la gente
intercambiaba parabienes y los niños de los pisos vecinos
tarareaban villancicos al trotar por la escalera. La certeza de lo
que pasaba en España era tan densa y oscura que nadie parecía tener
el ánimo para celebraciones.
Llegué a la pensión
pasadas las ocho de la tarde, apenas me crucé con nadie por la
calle. Candelaria había asado un par de pavos: los primeros
ingresos del nuevo negocio habían aportado una cierta prosperidad a
su despensa. Yo llevé dos botellas de vino gasificado y un queso de
bola holandés traído de Tánger a precio de oro. Encontré a los
huéspedes desgastados, amargos, tan tristes. La patrona, en
compensación, se esforzaba por mantener elevada la moral de la
parroquia cantando arremangada a voz en grito mientras terminaba de
preparar la cena.
-Ya estoy aquí,
Candelaria -anuncié al entrar en la cocina.
Dejó de cantar y de
revolver la cazuela.
-Y ¿qué es lo que te
pasa, si puede saberse, que vienes con esa cara de pena que parece
que te llevan al mismito matadero?
-No me pasa nada, qué
me va a pasar -dije buscando un sitio donde dejar las botellas
mientras intentaba esquivar su mirada.
Se limpió las manos
en un trapo, me agarró del brazo y me obligó a volverme hacia
ella.
-A mí no me engañas,
niña. Es por tu madre, ¿no?
No la miré ni
contesté.
-La primera
Nochebuena fuera del nido es muy requetejodida, pero hay que
tragarse el sapo, chiquilla. Aún recuerdo la mía, y mira que en mi
casa éramos pobres como las ratas y apenas hacíamos otra cosa en
toda la noche más que cantar, bailar y darle a las palmas, que de
echarse al coleto poca cosa había. Con todo y con eso, la sangre
tira mucho, aunque lo que hayas compartido con tu gente no hayan
sido más que fatiguitas y miserias.
Seguí sin mirarla,
simulando tener la atención concentrada en encontrar un hueco para
colocar las botellas entre el montón de trastos que ocupaban la
superficie de la mesa. Un almirez, un puchero de sopa y una fuente
de natillas. Un lebrillo lleno de aceitunas, tres cabezas de ajos,
una rama de laurel. Prosiguió ella hablando, cercana, segura.
-Pero poco a poco
todo se pasa, ya verás. Seguro que tu madre está bien, que esta
noche va a cenar con los vecinos y que, aunque se acuerde de ti y
te eche en falta, estará contenta por saber que al menos tú tienes
la suerte de estar fuera de Madrid, lejos de la guerra.
Tal vez Candelaria
estuviera en lo cierto y mi ausencia fuera para ella un consuelo
más que una pena. Posiblemente creyera que yo aún estaba con Ramiro
en Tánger, quizá imaginaba que pasaríamos aquella noche cenando en
un hotel deslumbrante, rodeados de extranjeros despreocupados que
bailaban entre plato y plato ajenos al penar del otro lado del
Estrecho. Aunque por carta había intentado ponerla al día, todo el
mundo sabía que el correo de Marruecos no llegaba a Madrid, que
probablemente aquellos mensajes nunca hubieran salido de
Tetuán.
-Igual tiene usted
razón -murmuré sin apenas despegar los labios. Aún mantenía las
botellas de vino en la mano y la vista fija en la mesa, incapaz de
encontrarles una ubicación. Tampoco tenía valor para mirar a
Candelaria a la cara, temía no poder contener las lágrimas. -Seguro
que sí, criatura, no le des más vueltas. Por mucho que pese la
ausencia, el saber que una tiene a su hija apartada de las bombas y
las ametralladoras es una buena razón para estar contenta. Así que
venga, alegría, alegría -gritó mientras arrancaba de mis manos una
de las botellas-. Verás tú qué prontito nos entonamos, corazón mío.
-La abrió y la alzó-. Por la madre que te parió -dijo. Antes de que
pudiera replicar, dio un largo trago de espumoso-. Y ahora tú
-ordenó tras limpiarse la boca con el dorso de la mano. No tenía en
absoluto ganas de beber, pero obedecí. Era a la salud de Dolores;
por ella, cualquier cosa.
Comenzamos a cenar
pero, a pesar de que Candelaria se esforzó por mantener el ánimo
jaranero, los demás hablamos poco. Ni ganas de bronca había. El
maestro tosió hasta partirse el esternón y soltaron lágrimas las
hermanas resecas más resecas que nunca. Suspiró la madre gorda, se
sorbió los mocos. Se le subió a su Paquito el vino a la cabeza,
dijo tonterías, el telegrafista le dio réplica, reímos por fin. Y
entonces se levantó la patrona, y alzó por todos su copa
resquebrajada. Por los presentes, por los ausentes, por los unos y
los otros. Nos abrazamos, lloramos, y por una noche no hubo más
bando que el que juntos compusimos aquel pelotón de
infelices.
Los primeros meses
del nuevo año estuvieron llenos de sosiego y trabajo sin tregua. A
lo largo de ellos, mi vecino Félix Aranda se fue convirtiendo en
una presencia cotidiana. Además de la proximidad de nuestras
viviendas, también comenzó a unirme a él otra cercanía que no podía
medirse por los metros que separaban los espacios. Su
comportamiento un tanto particular y mis múltiples necesidades de
ayuda contribuyeron a establecer entre nosotros una relación de
amistad que se forjó a deshoras y se extendió a lo largo de las
décadas y los avatares que nos tocó vivir. Tras aquellos primeros
bocetos que resolvieron el contratiempo del atuendo de tenista,
llegaron más ocasiones en las que el hijo de doña Encarna se
ofreció a tender su mano para ayudarme a saltar airosa sobre
obstáculos aparentemente insalvables. A diferencia del caso de la
falda pantalón de Schiaparelli, el segundo escollo que me obligó a
solicitar sus favores al poco de instalarme no vino promovido por
necesidades artísticas, sino a causa de mi ignorancia en cuestiones
monetarias. Todo comenzó tiempo atrás con un pequeño inconveniente
que no habría supuesto problema alguno para cualquiera con una
educación un poco aventajada. Sin embargo, los escasos años que
asistí a la humilde escuela de mi barrio madrileño no habían dado
para tanto. Por eso, a las once de la noche previa a la mañana
acordada para entregar la primera factura del taller, me vi
inesperadamente acosada por la incapacidad para plasmar por escrito
los conceptos y cantidades a los que el trabajo realizado
equivalía.
Fue en noviembre. A
lo largo de la tarde el cielo había ido tornándose en color panza
de burra y al caer la noche comenzó a llover fuerte, el preludio de
una tormenta proveniente del Mediterráneo cercano; una tormenta de
las que arrasaban árboles, tumbaban los tendidos de la luz y
acurrucaban a la gente entre las mantas musitando a Santa Bárbara
una catarata fervorosa de letanías. Apenas un par de horas antes
del cambio de tiempo, Jamila había llevado los primeros encargos
recién terminados a la residencia de Frau Heinz. Los dos trajes de
noche, los dos conjuntos de día y el modelo de tenista -mis cinco
primeras obras- habían descendido de las perchas que las mantenían
colgadas en el taller a la espera del último planchado y habían
sido acomodadas en sus sacos de lienzo y transportadas en tres
viajes sucesivos hasta su destino. El regreso de Jamila en el
último de ellos trajo consigo la petición.
-Frau Heinz decir que
Jamila llevar mañana por la mañana factura en marcos
alemanes.
Y por si el mensaje
no hubiera quedado bien claro, me entregó un sobre con una tarjeta
que contenía el recado por escrito. Y entonces me senté a pensar en
cómo demonios se haría una factura y por primera vez la memoria, mi
gran aliada, se resistió a sacarme del atolladero. A lo largo de la
instalación del negocio y de la creación de las primeras prendas,
las estampas que aún atesoraba del mundo de doña Manuela me habían
servido como recurso para salir adelante. Las imágenes memorizadas,
las destrezas aprendidas, los movimientos y las acciones mecánicas
tantas veces repetidas en el tiempo me habían proporcionado hasta
entonces la inspiración necesaria para avanzar con éxito. Conocía
al milímetro cómo funcionaba por dentro, una buena casa de costura,
sabía tomar medidas, cortar piezas, plisar faldas, montar mangas y
asentar solapas, pero por mucho que rebusqué entre mi catálogo de
habilidades y recuerdos, ninguno encontré que sirviera de
referencia para confeccionar una factura. Tuve muchas en la mano
cuando aún cosía en Madrid y me encargaba de repartirlas por los
domicilios de las clientas; en algunos casos incluso había
regresado con el pago del importe en el bolsillo. Nunca, sin
embargo, me había parado a abrir alguno de aquellos sobres para
fijarme en detalle en su contenido.
Pensé en recurrir
como siempre a Candelaria, pero tras el balcón comprobé la negrura
de la noche, el viento imperioso que azotaba una lluvia cada vez
más densa y los relámpagos implacables que se abrían paso desde el
mar. Ante aquel escenario, el camino a pie hasta la pensión se me
figuró como el más escarpado de los senderos hacia el infierno.
Decidí, pues, ingeniármelas sola: me hice con lápiz y papel y me
senté en la mesa de la cocina dispuesta a emprender la tarea. Hora
y media más tarde allí seguía, con mil cuartillas arrugadas
alrededor, sacando punta al lápiz por quinta vez con un cuchillo, y
sin saber aún cuántos marcos alemanes serían los cincuenta y cinco
duros que tenía previsto cobrar a la alemana. Y fue entonces
cuando, en medio de la noche, algo se estrelló con fuerza contra el
cristal de la ventana. Me puse en pie con un salto tan precipitado
que con él tumbé la silla. Inmediatamente vi que había luz en la
cocina de enfrente, y pese a la lluvia, y pese a la hora, allí
descubrí la figura redondona de mi vecino Félix, con sus gafas, el
pelo ralo encrespado y un brazo en alto, listo para lanzar al aire
un segundo puñado de almendras. Abrí la ventana dispuesta a pedirle
airada explicaciones por aquel incomprensible comportamiento pero,
antes de poder decir siquiera la primera palabra, su voz atravesó
el hueco que nos separaba. El repiqueteo espeso de la lluvia contra
las baldosas del patio de luces tamizó el volumen; el contenido de
su mensaje, no obstante, llegó diáfano.
-Necesito refugio. No
me gustan las tormentas.
Pude preguntarle si
estaba loco. Pude hacerle saber que me había dado un susto
tremendo, gritarle que era un imbécil y cerrar la ventana sin más.
Pero no hice ninguna de esas cosas porque en el cerebro se me
encendió de forma instantánea una pequeña lucecita: tal vez aquel
estrambótico acto podría volverse favorable en ese mismo
momento.
-Te dejo que vengas
si me ayudas -dije tuteándole sin ni siquiera pensarlo.
-Ve abriendo la
puerta, que allí estoy en un verbo.
Por supuesto que mi
vecino sabía que doscientas veinticinco pesetas eran al cambio doce
con cincuenta reichsmarks. Como tampoco
ignoraba que una factura presentable no podía hacerse en una
cuartilla de papel barato con un lápiz resobado, así que cruzó de
nuevo a su casa y regresó de inmediato con unos pliegos de papel
inglés color marfil y una pluma Waterman que escupía trazos de
tinta morada en primorosa caligrafía. Y desplegó todo su ingenio,
que era mucho, y todo su talento artístico, que era mucho también,
y en apenas media hora, entre truenos y en pijama, no sólo fue
capaz de confeccionar la factura más elegante que las modistas
europeas del norte de África jamás habrían podido imaginar, sino
que, además, dio un nombre a mi negocio. Había nacido Chez
Sirah.
Félix Aranda era un
hombre raro. Gracioso, imaginativo y culto, sí. Y curioso, y
fisgón. Y un punto excéntrico y algo impertinente también. El
trasiego nocturno entre su casa y la mía se convirtió en un
ejercicio cotidiano. No diario, pero sí constante. A veces pasaban
tres o cuatro días sin que nos viéramos, a veces venía cinco noches
a la semana. O seis. O hasta siete. La asiduidad de nuestros
encuentros tan sólo dependía de algo ajeno a nosotros: de lo
borracha que estuviera su madre. Qué relación más extraña, qué
universo familiar tan oscuro se vivía en la puerta de enfrente.
Desde la muerte del marido y padre años atrás, juntos transitaban
por la vida Félix y doña Encarna con la apariencia más armoniosa.
Juntos paseaban todas las tardes entre las seis y las siete; juntos
asistían a misas y novenas, se surtían de remedios en la farmacia
Benatar, saludaban a los conocidos con cortesía y merendaban
hojaldres en La Campana. El siempre pendiente de ella,
protegiéndola cariñoso, caminando a su paso: con cuidado, mamá, no
vayas a tropezar, por aquí, mamá, con cuidado, con cuidado. Ella,
orgullosa de su criatura, publicitando sus dotes a siniestro y
diestro: mi Félix dice, mi Félix hace, mi Félix piensa, ay, mi
Félix, qué haría yo sin él.
El polluelo solícito
y la gallina clueca se transformaban, sin embargo, en un par de
pequeños monstruos en cuanto se adentraban en un territorio más
íntimo. Apenas traspasado el umbral de su vivienda, la anciana se
enfundaba el uniforme de tirana y sacaba su látigo invisible para
humillar al hijo hasta el extremo. Ráscame la pierna, Félix, que me
pica la pantorrilla; ahí no, más arriba, mira que eres inútil,
criatura, pero cómo habré podido yo parir un engendro como tú; pon
bien el mantel, que lo veo torcido; así no, que está peor todavía;
vuelve a ponerlo como estaba, que todo lo que tocas lo desgracias,
pedazo de tarado, por qué no te dejaría yo en la inclusa cuando
naciste; mírame la boca a ver si me ha avanzado la piorrea, saca el
agua del Carmen que me alivie las flatulencias, dame friegas en la
espalda con alcohol alcanforado, límame este callo, córtame las
uñas de los pies, con cuidado, bola de sebo, que te llevas el dedo
por delante; acércame el pañuelo que eche unas flemas, tráeme un
parche Sor Virginia para el lumbago; lávame la cabeza y ponme los
bigudíes, con más tino, imbécil, que me vas a dejar calva.
Así creció Félix, con
una doble vida de flancos tan dispares como patéticos. Tan pronto
murió el padre, el niño adorado dejó de serlo de la noche a la
mañana: en pleno crecimiento y sin que nadie ajeno lo sospechara,
pasó de centro de mimos y cariños públicos a tornarse en el objeto
de las furias y frustraciones de la madre en privado. Como con un
tajo de guadaña, todas sus ilusiones fueron cortadas al ras:
marcharse de Tetuán para estudiar Bellas Artes en Sevilla o Madrid,
identificar su sexualidad confusa y conocer a gente como él, seres
de espíritu poco convencional con anhelos de volar por libre. A
cambio, se vio conminado a vivir permanentemente bajo el ala negra
de doña Encarna. Terminó el bachiller con los marianistas del
Colegio del Pilar con calificaciones brillantes que de nada le
sirvieron porque ya había aprovechado la madre su condición de
sufrida viuda para conseguirle un puesto administrativo de color
gris rata. Estampillar impresos en el Negociado de Abastos de la
Junta de Servicios Municipales: el mejor de los trabajos para
tronchar la creatividad del más ingenioso y mantenerle atado como
un perro, ahora te ofrezco una tajada de carne suculenta, ahora te
doy una patada capaz de reventarte la barriga.
Soportaba él los
envites con paciencia franciscana. Y así, a lo largo de los años,
mantuvieron el desequilibrio sin alteraciones, ella tiranizando y
él manso, aguantando, resistiendo. Resultaba difícil saber
qué buscaba la madre de Félix en Félix, por qué le trataba
así, qué quería de su hijo más allá de lo que él habría estado
dispuesto a darle siempre. ¿Amor, respeto, compasión? No. Eso ya lo
tenía sin el menor de los esfuerzos, él no era cicatero en sus
afectos, qué va, el bueno de Félix. Doña Encarna quería algo más.
Devoción, disposición incondicional, atención a sus más absurdos
caprichos. Sumisión, sometimiento. Justo todo lo que su marido le
exigió a ella en vida. Por eso, supuse, se libró de él. Félix nunca
me lo contó abiertamente pero, como garbancito, fue dejándome
pistas por el camino. Yo sólo me limité a seguirlas y aquélla fue
mi conclusión. Al difunto don Nicasio probablemente lo mató su
mujer como tal vez Félix acabara liquidando a su madre cualquier
noche turbia.
Sería difícil
calcular hasta cuándo habría podido él soportar aquel día a día tan
miserable si ante sus ojos no se hubiera cruzado la solución de la
forma más inesperada. Un particular agradecido por una gestión
solvente en la oficina, un salchichón y un par de botellas de anís
como regalo; vamos a probarlo, mamá, venga, una copita, mójate los
labios nada más. Pero no sólo fueron los labios de doña Encarna los
que apreciaron el sabor dulzón del licor, sino también la lengua, y
el paladar, y la garganta, y el tracto intestinal, y de allí
subieron los efluvios a la cabeza, y aquella misma noche
aguardentosa Félix se encontró de bruces con la salida. Desde
entonces, la botella de anís fue gran aliada: su tabla de salvación
y la vía de escape por la que acceder a la tercera dimensión de su
vida. Ya nunca más fue sólo un hijo modélico ante la galería y un
trapo asqueroso en casa; a partir de aquel día también se convirtió
en un noctámbulo desinhibido, en un prófugo a la búsqueda del
oxígeno que en su hogar le faltaba.
-¿Otro poquito del
Mono, mamá? -preguntaba indefectible tras la cena.
-Bueno, anda, ponme
una gotita. Para aclararme la garganta mayormente, que parece que
he cogido frío esta tarde en la iglesia.
Los cuatro dedos de
líquido viscoso caían por el gaznate de doña Encarna a velocidad de
vértigo.
-Si es que te lo
tengo dicho, mamá, que no te abrigas bien -proseguía Félix cariñoso
mientras le llenaba de nuevo la copa hasta el mismo borde-. Hala,
bebe rápido, verás lo deprisa que entras en calor. -Diez minutos y
tres lingotazos de matalahúva más tarde, doña Encarna roncaba
semiinconsciente y su hijo huía cual gorrión suelto camino de
tugurios de mala muerte, a juntarse con gente a la que a la luz del
día y en presencia de su madre ni siquiera se habría atrevido a
saludar.
Tras mi llegada a
Sidi Mandri y la noche de la tormenta, mi casa se convirtió también
en un refugio permanente para él. Allí acudía a hojear revistas, a
aportarme ideas, dibujar bocetos y contarme con gracia cosas del
mundo, de mis clientas y de todos aquellos con los que a diario yo
me cruzaba y no conocía. Así, noche a noche, fui informándome sobre
Tetuán y su gente: de dónde y para qué habían venido todas aquellas
familias a esa tierra ajena, quiénes eran aquellas señoras a las
que yo cosía, quién tenía poder, quién tenía dinero, quién hacía
qué, para qué, cuándo y cómo.
Pero la devoción de
doña Encarna por la botella no siempre lograba efectos sedantes y
entonces, lamentablemente, las cosas se trastocaban. La fórmula yo
te harto de aguardiente y tú me dejas en paz a veces no funcionaba
según lo esperado. Y cuando el anisete no conseguía tumbarla, con
la melopea llegaba el infierno. Aquellas noches eran las peores
porque la madre no alcanzaba entonces el estado de una mansa momia,
sino que se transformaba en un Júpiter tronante capaz de asolar con
sus berridos la dignidad del más firme. Mal hijo, mamarracho,
desgraciado, maricón era lo más suave que soltaba por la boca. Él,
que sabía que la resaca mañanera borraría en ella cualquier trazo
de memoria, con el tino certero de un lanzador de cuchillos la
correspondía con otros tantos insultos igualmente indecorosos.
Bruja asquerosa, mala zorra, cacho puta. Qué escándalo, Señor, si
los hubieran oído las amistades con las que compartían confitería,
boticario y banco de iglesia. Al día siguiente, sin embargo, el
olvido parecía haberles caído encima con todo su peso y la
cordialidad reinaba de nuevo en el paseo vespertino como si nunca
hubiera existido entre ellos la menor tensión. ¿Quieres merendar
hoy un suizo, mamá, o te apetece más una aguja de carne? Lo que
prefieras, Félix, cariño, que tú eliges siempre bien por mí; anda,
venga, vamos a darnos prisa, que tenemos que ir a dar el pésame a
María Angustias, que me han dicho que ha caído su sobrino en la
batalla del Jarama; ay, qué lástima, ángel mío, menos mal que ser
hijo de viuda te ha librado de que te llamen a filas; qué habría
hecho yo, Virgen Santísima, sola y con mi niño en el frente.
Félix era lo
suficientemente listo como para saber que alguna anormalidad
enfermiza sobrevolaba aquella relación, pero no lo bastante
valiente como para cortar con ella por lo sano. Tal vez por eso se
evadía de su lamentable realidad alcoholizando a su madre poco a
poco, escapándose como un vampiro en la madrugada o riéndose de sus
propias miserias mientras buscaba la culpa en mil causas ridículas
y sopesaba los remedios más peregrinos. Uno de sus divertimentos
consistía en descubrir rarezas y soluciones entre los anuncios de
los periódicos, tumbado en el sofá de mi salón mientras yo remataba
un puño o pespunteaba el penúltimo ojal del día.
Y entonces me decía
cosas como ésta:
-¿Tú crees que lo de
la hidra de mi madre será algo de nervios? A lo mejor esto se lo
soluciona. Escucha, escucha. «Nervional. Despierta el apetito,
facilita la digestión, regulariza el vientre. Hace desaparecer las
extravagancias y los abatimientos. Tome Nervional, no lo
dude.»
O ésta:
-Para mí que lo de
mamá va a ser una hernia. Yo ya había pensado en regalarle una faja
ortopédica, a ver si se le pasaran con ella las malas pulgas, pero
oye esto: «Herniado, evite los peligros y las molestias con el
insuperable e innovador compresor automático, maravilla
mecano-científica que sin trabas, tirantes ni engorros vencerá
totalmente su dolencia». Igual funciona, ¿a ti qué te parece, nena,
le compro uno?
O tal vez esta
otra:
-¿Y si al final
resulta que es algo de la sangre? Mira lo que dice aquí.
«Depurativo Richelet. Enfermedades del riego. Varices y llagas.
Rectificador de la sangre viciada. Eficaz para eliminar venenos
úricos.»
O cualquier tontería
de género similar:
-¿Y si son
almorranas? ¿Y si tiene mal de ojo? ¿Y si busco a un santón en la
morería para que le haga un encantamiento? La verdad, creo que no
debería preocuparme tanto, porque confío en que sus querencias
darwinianas terminen corroyéndole el hígado y acaben con ella en
breve plazo, que cada botella ya no le alcanza ni a un par de días
y me está arruinando el bolsillo la vieja. -Detuvo su perorata tal
vez esperando una réplica, pero no la obtuvo. O, al menos, no la
encontró con palabras-. No sé por qué me miras con esa cara, chata
-añadió entonces.
-Porque no sé de qué
me estás hablando, Félix.
-¿No sabes a qué me
refiero con las querencias darwinianas? ¿Es que tampoco sabes quién
es Darwin? El de los monos, el de la teoría de que los humanos
descendemos de los primates. Si digo que mi madre tiene querencias
darwinianas es porque le chifla el Anís del Mono, ¿entiendes?
Chica, tienes un estilo divino y coses como los mismísimos ángeles,
pero en cuestiones de cultura general estás un poquito pez,
¿no?
Lo estaba,
efectivamente. Sabía que tenía facilidad para aprender cosas nuevas
y retener datos en la cabeza, pero también era consciente de las
carencias formativas que arrastraba. Acumulaba muy escasos
conocimientos de los que entonces se enseñaban en las
enciclopedias: poco más que el nombre de un puñado de reyes
recitados de carrerilla y aquello de que España limita al norte con
el mar Cantábrico y los montes Pirineos que la separan de Francia.
Podía cantar a voz en grito las tablas de multiplicar y era rápida
usando los números en operaciones reales, pero no había leído ni un
solo libro en toda mi vida y sobre historia, geografía, arte o
política apenas tenía más saberes que los absorbidos durante mis
meses de convivencia con Ramiro y a través de las grescas entre
sexos en la pensión de Candelaria. Aparentemente podía dar el pego
como joven mujer con estilo y modista selecta, pero era consciente
de que, a poco que alguien rascara sobre mi capa exterior,
descubriría sin el menor esfuerzo la fragilidad sobre la que me
sostenía. Por eso, aquel primer invierno en Tetuán, Félix me hizo
un extraño regalo: empezó a educarme.
Valió la pena. Para
los dos. Para mí, por lo que aprendí y me depuré. Para él, porque
gracias a nuestros encuentros llenó sus horas solitarias de afecto
y compañía. Sin embargo, a pesar de sus encomiables intenciones, mi
vecino distó mucho de resultar un docente convencional. Félix
Aranda era un ser con aspiraciones de espíritu libre que pasaba
cuatro quintas partes de su vida constreñido entre la bipolaridad
despótica de su madre y el tedio machacón del más burocrático de
los trabajos, así que, en sus horas de liberación, lo último que se
podía esperar de él era orden, mesura y paciencia. Para encontrar
eso tendría yo que haber vuelto a La Luneta, a que el maestro don
Anselmo elaborara un plan didáctico a la medida de mi ignorancia.
En cualquier caso, aunque Félix nunca fue un profesor metódico y
organizado, sí me instruyó en muchas otras enseñanzas tan
incoherentes como deslavazadas que, a la larga y de una u otra
manera, de algo me sirvieron para moverme por el mundo. Así,
gracias a él, me familiaricé con personajes como Modigliani, Scott
Fitzgerald y Josephine Baker, logré distinguir el cubismo del
dadaísmo, supe lo que era el jazz, aprendí a situar las capitales
de Europa en un mapa, memoricé los nombres de sus mejores hoteles y
cabarets, y llegué a contar hasta cien en inglés, francés y
alemán.
Y también gracias a
Félix me enteré de la función de mis compatriotas españoles en
aquella tierra lejana. Supe que España llevaba ejerciendo su
protectorado sobre Marruecos desde 1912, unos años después de
firmar con Francia el Tratado de Algeciras por el que, como suele
pasar a los parientes pobres, frente a los franceses ricos a la
patria hispana le había correspondido la peor parte del país, la
menos próspera, la más indeseable. La chuleta de África, le decían.
España buscaba allí varias cosas: revivir el sueño imperial,
participar en el reparto del festín colonial africano entre las
naciones europeas aunque fuera con las migajas que las grandes
potencias le concedieron; aspirar a llegar al tobillo de Francia e
Inglaterra una vez que Cuba y Filipinas se nos habían ido de las
manos y la piel de toro era tan pobre como una cucaracha.
No fue fácil afianzar
el control sobre Marruecos aunque la zona asignada en el Tratado de
Algeciras fuera pequeña, la población nativa escasa y la tierra
áspera y pobre. Costó rechazos y revueltas internas en España, y
miles de muertos españoles y africanos en la locura sangrienta de
la brutal guerra del Rif. Sin embargo, lo consiguieron: tomaron
mando y casi veinticinco años después del establecimiento oficial
del
Protectorado,
doblegada ya toda resistencia interna, allí seguían mis
compatriotas, con su capital firmemente asentada y sin parar de
crecer. Militares de todo escalafón, funcionarios de correos,
aduanas y obras públicas, interventores, empleados de banca.
Empresarios y matronas, maestros, boticarios, juristas y
dependientes. Comerciantes, albañiles. Médicos y monjas,
limpiabotas, cantineros. Familias enteras que atraían a otras
familias al reclamo de buenos sueldos y un futuro por construir en
convivencia con otras culturas y religiones. Y yo entre ellos, una
más. A cambio de su impuesta presencia a lo largo de un cuarto de
siglo, España había proporcionado a Marruecos avances en
equipamientos, sanidad y obras, y los primeros pasos hacia una
moderada mejora de la explotación agrícola. Y una escuela de artes
y oficios tradicionales. Y todo aquello que los nativos pudieran
obtener de beneficio en las actividades destinadas a satisfacer a
la población colonizadora: el tendido eléctrico, el agua potable,
escuelas y academias, comercios, el transporte público,
dispensarios y hospitales, el tren que unía Tetuán con Ceuta, el
que aún llevaba a la playa de Río Martín. España de Marruecos, en
términos materiales, había conseguido muy poco: apenas había
recursos que explotar. En términos humanos y en los últimos
tiempos, sin embargo, sí había obtenido algo importante para uno de
los dos bandos de la contienda civil: miles de soldados de las
fuerzas indígenas marroquíes que en aquellos días luchaban como
fieras al otro lado del Estrecho por la causa ajena del ejército
sublevado.
Además de estos y
otros conocimientos, de Félix obtuve también algo más: compañía,
amistad e ideas para el negocio. Algunas de ellas resultaron
excelentes y otras del todo excéntricas, pero al menos
contribuyeron a hacer reír al final del día a ese par de almas
solitarias que éramos los dos: Nunca logró convencerme para
transformar mi taller en un estudio de experimentación surrealista
en el que las capelinas tuvieran forma de zapato y los figurines
presentaran a modelos tocadas con un teléfono por sombrero. Tampoco
consiguió que utilizara caracolas marinas como abalorios ni pedazos
de esparto en los cinturones, ni que me negara a aceptar como
clienta a cualquier señora exenta de glamour. Sí le hice caso, sin
embargo, en otras cosas.
Por iniciativa suya
cambié, por ejemplo, mi manera de hablar. Desterré de mi castellano
castizo los vulgarismos y las expresiones coloquiales y creé un
nuevo estilo para obtener un mayor aire de sofisticación. Empecé a
dejar caer palabras y fórmulas en francés que había oído
repetidamente en los locales de Tánger, cazadas al vuelo en
conversaciones cercanas en las que yo casi
nunca participé y en encuentros sobrevenidos con gente con la que
jamás llegué a cruzar más de tres frases. No eran más que unas
cuantas expresiones, apenas media docena, pero él me ayudó a pulir
su pronunciación y a calcular los momentos más oportunos para hacer
uso de ellas. Todas estaban destinadas a mis clientas, a las
presentes y las venideras. Pediría permiso para prender alfileres
con vous permettez?, confirmaría con
voilà tout y alabaría los resultados con
tres chic. Hablaría de maisons de haute couture de cuyos dueños tal vez
podría suponerse que alguna vez fui amiga y de gens du monde que quizá hubiera conocido en mis
supuestas andanzas por acá y allá. A todos los estilos, modelos y
complementos que propusiera les colgaría la etiqueta verbal de à
la francaise; todas las señoras serían
tratadas como madame. Para agasajar la
dimensión patriótica del momento, decidimos que cuando tuviera
clientas españolas recurriría oportunamente a referencias a
personas y lugares conocidos en mis viejos tiempos trotando por las
mejores casas de Madrid. Soltaría nombres y títulos como quien deja
caer un pañuelo: levemente, sin estruendo ni aparatosidad. Que tal
traje estaba inspirado en aquel modelo que un par de años atrás
cosí para que mi amiga la marquesa de Puga lo luciera en la fiesta
del polo de Puerta de Hierro; que tal tela era idéntica a la que
usó para su puesta de largo la hija mayor de los condes del Encinar
en su palacete de la calle Velázquez.
Por indicación de
Félix mandé también hacer para la puerta una placa dorada con la
inscripción en letra inglesa Chez Sirah -
Grand couturier. En La Papelera Africana
encargué una caja de tarjetas en blanco marfileño con el nombre y
dirección del negocio. Así era, según él, como se denominaban las
mejores casas de la moda francesa de entonces. Lo de la h final fue otro toque suyo para dotar al taller de
un mayor aroma internacional, dijo. Le seguí el juego, por qué no;
al fin y al cabo, a nadie dañaba con aquella pequeña folie de grandeur. En eso le hice caso y en mil
detalles más gracias a los cuales, como en una pirueta de circo de
tres pistas, no sólo fui capaz de adentrarme con mayor seguridad en
el futuro, sino que también logré, tachan, tachán, sacarme de la
chistera un pasado. No necesité demasiado esfuerzo: con tres o
cuatro poses, un puñado de pinceladas precisas y unas cuantas
recomendaciones de mi pigmalión particular, mi aún reducida
clientela se encargó de montarme toda una vida en apenas un par de
meses.
Para la pequeña
colonia de señoras selectas que formaban mis clientas dentro de
aquel universo de expatriados, yo pasé a ser una joven modista de
alta costura, hija de un millonario arruinado, prometida con un
aristócrata guapísimo con un leve punto de seductor y aventurero.
Supuestamente siempre, habíamos vivido en varios países y nos
habíamos visto obligados a cerrar nuestras casas y negocios de
Madrid asustados por la incertidumbre política. En aquel momento,
mi prometido andaba gestionando unas prósperas empresas en la
Argentina mientras yo esperaba su regreso en la capital del
Protectorado porque me habían aconsejado la benevolencia de aquel
clima para mi delicada salud. Como mi vida había sido siempre tan
movida, tan ajetreada y tan mundana, me sentía incapaz de ver pasar
el tiempo sin dedicarme a alguna actividad, así que había decidido
abrir un pequeño taller en Tetuán. Por puro entretenimiento,
básicamente. De ahí que no cobrara precios astronómicos ni me
negara a recibir todo tipo de encargos.
Nunca desmentí ni un
ápice de la imagen que sobre mí se había configurado gracias a las
pintorescas sugerencias de mi amigo Félix. Tampoco lo incrementé:
simplemente me limité a dejarlo todo en suspense, a alimentar la
incógnita y hacerme menos concreta, más indefinida: tremendo gancho
para cebar el morbo y captar nueva clientela. Si me hubiera visto
el resto de las modistillas del taller de doña Manuela. Si me
hubieran visto las vecinas de la plaza de la Paja, si me hubiera
visto mi madre. Mi madre. Intentaba pensar en ella lo menos
posible, pero su recuerdo me asaetaba con fuerza de manera
permanente. Sabía que era fuerte y resolutiva; sabía que sabría
resistir. Pero aun así, cómo ansiaba oír de ella, enterarme de qué
manera se las arreglaba en su día a día, cómo salía adelante sin
compañía ni ingresos. Anhelaba transmitirle que yo estaba bien,
sola otra vez, de nuevo cosiendo. Por la radio me mantenía
informada y cada mañana Jamila se acercaba al estanco Alcaraz a
comprar La Gaceta de
África. Segundo año triunfal bajo la égida de Franco, rezaban
ya las portadas. A pesar de que toda la actualidad venía tamizada
por el filtro del bando nacional, me mantenía más o menos enterada
de la situación en Madrid y de su resistencia. Con todo y con eso,
seguía resultando imposible tener noticias directas de mi madre.
Cuánto la echaba de menos, cuánto habría dado por poder compartir
todo con ella en aquella ciudad extraña y luminosa, por haber
montado juntas el taller, haber vuelto a comer sus guisos, a
escuchar sus sentencias siempre certeras. Pero Dolores no estaba
allí y yo sí. Entre desconocidos, sin poder regresar a ningún
sitio, luchando por sobrevivir mientras inventaba una existencia
impostada sobre la que poner los pies al levantarme cada mañana;
peleando porque nadie llegara a saber que un vividor sin escrúpulos
me había machacado el alma y un montón de pistolas habían servido
para crear el negocio gracias al cual lograba comer todos los
días.
A menudo recordaba
también a Ignacio, mi primer novio. No echaba de menos su cercanía
física; la presencia de Ramiro había sido tan brutalmente intensa
que la suya, tan dulce, tan liviana, me parecía ya algo remoto y
difuso, una sombra casi desvanecida. Pero no podía evitar el evocar
con nostalgia su lealtad, su ternura y la certeza de que nada
doloroso me habría ocurrido jamás a su lado. Y con mucha, muchísima
más frecuencia de lo deseable, el recuerdo de Ramiro me asaltaba de
forma inesperada y me clavaba con furia un rejonazo en las
entrañas. Dolía, sí, claro que dolía. Dolía inmensamente, pero
logré acostumbrarme a convivir con ello como quien tira de un
fardo: arrastrando una carga inmensa que, aunque ralentiza el paso
y exige un sobreesfuerzo, no impide del todo seguir el
camino.
Todas aquellas
presencias invisibles -Ramiro, Ignacio, mi madre, lo perdido, lo
pasado- se fueron transformando en compañías más o menos volátiles,
más o menos intensas con las que hube de aprender a convivir. Me
invadían cuando estaba sola, en las tardes silenciosas de trabajo
en el taller entre patrones e hilvanes, en la cama al acostarme o
en la penumbra del salón en las noches sin Félix, ausente en sus
andanzas clandestinas. El resto del día solían dejarme tranquila:
probablemente intuían que andaba demasiado ocupada como para
pararme a hacerles caso. Bastante tenía con un negocio que sacar
adelante y una personalidad tramposa que seguir construyendo.