16

    
    A lo largo del otoño hubo más clientas; extranjeras adineradas en su mayoría, tuvo razón mi socia la matutera en su presagio. Varias alemanas. Alguna italiana. Unas cuantas españolas también, esposas de empresarios casi siempre, que la administración y el ejército andaban en tiempos convulsos. Alguna judía rica, sefardí, hermosa, con su castellano suave y viejo de otra cadencia, hadreando con su ritmo melodioso en haketía, con palabras raras, antiguas: mi wueno, mi reina, buena semana mos dé el Dio, ansina como te digo que ya te contí.
    El negocio prosperaba poco a poco, se fue corriendo la voz. Entraba dinero: en pesetas de Burgos, en francos franceses y marroquíes, en moneda hassani. Lo guardaba todo en una pequeña caja de caudales cerrada con siete llaves en el segundo cajón de la mesilla de noche. A treinta de cada mes entregaba el montante a Candelaria. El tiempo de decir amén tardaba la matutera en apartar un puñado de pesetas para los gastos corrientes y liar el resto de los billetes en un rulo compacto que diestra se introducía en el canalillo. Con la ganancia del mes al cobijo caliente de sus opulencias, corría a buscar entre los hebreos al cambista que mejor apaño le hiciera. Volvía al rato a la pensión, sin resuello y con un montón tubular de libras esterlinas guarecido en el mismo escondite. Con el aliento aún entrecortado por la prisa, se sacaba de entre los pechos el botín. «A lo seguro, chiquilla, a lo seguro, que para mí que los más listos son los ingleses. Pesetas de Franco no vamos a ahorrar tú y yo ni una, que como al cabo terminen perdiendo la guerra los nacionales, no van a servirnos ni para limpiarnos el culo.» Repartía con justicia: la mitad para mí, la mitad para ti. Y que nunca nos falte, mi alma.
    Me acostumbré a vivir sola, serena, sin miedos. A ser responsable del taller y de mí misma. Trabajaba mucho, me distraía poco. El volumen de pedidos no exigía más manos, seguí sin ayuda. La actividad era por eso incesante, con los hilos, las tijeras, con imaginación y la plancha. Salía a veces en busca de telas, a forrar botones o elegir bobinas y corchetes. Disfrutaba sobre todo de los viernes: me acercaba a la vecina plaza de España -el Feddán le decían los moros- para ver al jalifa salir de su palacio y dirigirse de la mezquita sobre un caballo blanco, bajo un parasol verde, rodeado por soldados indígenas con uniformes de ensueño, un espectáculo imponente. Solía caminar después por la que ya comenzaba a llamarse calle del Generalísimo, continuaba el paseo hasta la plaza de Muley-el-Mehdi y pasaba frente a la iglesia de Nuestra Señora de las Victorias, la misión católica, abarrotada de lutos y plegarias por la guerra.
    La guerra: tan lejana, tan presente. Del otro lado del Estrecho llegaban noticias por las ondas, por la prensa y saltando de boca en boca. La gente, en sus casas, marcaba los avances con alfileres de colores sobre los mapas clavados en las paredes. Yo, en la soledad de la mía, me informaba sobre lo que en mi país iba aconteciendo. El único capricho que me permití en esos meses fue la compra de un aparato de radio; gracias a él supe antes de fin de año que el gobierno de la República se había trasladado a Valencia y había dejado al pueblo solo para defender Madrid. Llegaron las Brigadas Internacionales a ayudar a los republicanos, Hitler y Mussolini reconocieron la legitimidad de Franco, fusilaron a José Antonio en la cárcel de Alicante, junté ciento ochenta libras, llegó la Navidad.
    Pasé aquella primera Nochebuena africana en la pensión. Aunque intenté rechazar la invitación, la dueña me convenció una vez más con su vehemencia arrolladura.
    -Tú te vienes a cenar a La Luneta y no hay más que hablar, que mientras la Candelaria tenga un sitio en su mesa, aquí no pasa nadie las pascuas solo.
    No pude negarme, pero cuánto esfuerzo me costó. A medida que las fiestas se acercaban, los soplos de tristeza empezaron a colarse entre los resquicios de las ventanas y a filtrarse por debajo de las puertas, hasta dejar el taller invadido de melancolía. Cómo estaría mi madre, cómo soportaría la incertidumbre de no saber de mí, cómo se las arreglaría para mantenerse en aquellos tiempos atroces. Las preguntas sin respuesta me asaltaban a cada momento e incrementaban por días mi desazón. El ambiente alrededor contribuía poco a mantener alto el optimismo: apenas se palpaba una pizca de alegría a pesar de que los comercios lucían algunos adornos, la gente intercambiaba parabienes y los niños de los pisos vecinos tarareaban villancicos al trotar por la escalera. La certeza de lo que pasaba en España era tan densa y oscura que nadie parecía tener el ánimo para celebraciones.
    Llegué a la pensión pasadas las ocho de la tarde, apenas me crucé con nadie por la calle. Candelaria había asado un par de pavos: los primeros ingresos del nuevo negocio habían aportado una cierta prosperidad a su despensa. Yo llevé dos botellas de vino gasificado y un queso de bola holandés traído de Tánger a precio de oro. Encontré a los huéspedes desgastados, amargos, tan tristes. La patrona, en compensación, se esforzaba por mantener elevada la moral de la parroquia cantando arremangada a voz en grito mientras terminaba de preparar la cena.
    -Ya estoy aquí, Candelaria -anuncié al entrar en la cocina.
    Dejó de cantar y de revolver la cazuela.
    -Y ¿qué es lo que te pasa, si puede saberse, que vienes con esa cara de pena que parece que te llevan al mismito matadero?
    -No me pasa nada, qué me va a pasar -dije buscando un sitio donde dejar las botellas mientras intentaba esquivar su mirada.
    Se limpió las manos en un trapo, me agarró del brazo y me obligó a volverme hacia ella.
    -A mí no me engañas, niña. Es por tu madre, ¿no?
    No la miré ni contesté.
    -La primera Nochebuena fuera del nido es muy requetejodida, pero hay que tragarse el sapo, chiquilla. Aún recuerdo la mía, y mira que en mi casa éramos pobres como las ratas y apenas hacíamos otra cosa en toda la noche más que cantar, bailar y darle a las palmas, que de echarse al coleto poca cosa había. Con todo y con eso, la sangre tira mucho, aunque lo que hayas compartido con tu gente no hayan sido más que fatiguitas y miserias.
    Seguí sin mirarla, simulando tener la atención concentrada en encontrar un hueco para colocar las botellas entre el montón de trastos que ocupaban la superficie de la mesa. Un almirez, un puchero de sopa y una fuente de natillas. Un lebrillo lleno de aceitunas, tres cabezas de ajos, una rama de laurel. Prosiguió ella hablando, cercana, segura.
    -Pero poco a poco todo se pasa, ya verás. Seguro que tu madre está bien, que esta noche va a cenar con los vecinos y que, aunque se acuerde de ti y te eche en falta, estará contenta por saber que al menos tú tienes la suerte de estar fuera de Madrid, lejos de la guerra.
    Tal vez Candelaria estuviera en lo cierto y mi ausencia fuera para ella un consuelo más que una pena. Posiblemente creyera que yo aún estaba con Ramiro en Tánger, quizá imaginaba que pasaríamos aquella noche cenando en un hotel deslumbrante, rodeados de extranjeros despreocupados que bailaban entre plato y plato ajenos al penar del otro lado del Estrecho. Aunque por carta había intentado ponerla al día, todo el mundo sabía que el correo de Marruecos no llegaba a Madrid, que probablemente aquellos mensajes nunca hubieran salido de Tetuán.
    -Igual tiene usted razón -murmuré sin apenas despegar los labios. Aún mantenía las botellas de vino en la mano y la vista fija en la mesa, incapaz de encontrarles una ubicación. Tampoco tenía valor para mirar a Candelaria a la cara, temía no poder contener las lágrimas. -Seguro que sí, criatura, no le des más vueltas. Por mucho que pese la ausencia, el saber que una tiene a su hija apartada de las bombas y las ametralladoras es una buena razón para estar contenta. Así que venga, alegría, alegría -gritó mientras arrancaba de mis manos una de las botellas-. Verás tú qué prontito nos entonamos, corazón mío. -La abrió y la alzó-. Por la madre que te parió -dijo. Antes de que pudiera replicar, dio un largo trago de espumoso-. Y ahora tú -ordenó tras limpiarse la boca con el dorso de la mano. No tenía en absoluto ganas de beber, pero obedecí. Era a la salud de Dolores; por ella, cualquier cosa.
    Comenzamos a cenar pero, a pesar de que Candelaria se esforzó por mantener el ánimo jaranero, los demás hablamos poco. Ni ganas de bronca había. El maestro tosió hasta partirse el esternón y soltaron lágrimas las hermanas resecas más resecas que nunca. Suspiró la madre gorda, se sorbió los mocos. Se le subió a su Paquito el vino a la cabeza, dijo tonterías, el telegrafista le dio réplica, reímos por fin. Y entonces se levantó la patrona, y alzó por todos su copa resquebrajada. Por los presentes, por los ausentes, por los unos y los otros. Nos abrazamos, lloramos, y por una noche no hubo más bando que el que juntos compusimos aquel pelotón de infelices.
    Los primeros meses del nuevo año estuvieron llenos de sosiego y trabajo sin tregua. A lo largo de ellos, mi vecino Félix Aranda se fue convirtiendo en una presencia cotidiana. Además de la proximidad de nuestras viviendas, también comenzó a unirme a él otra cercanía que no podía medirse por los metros que separaban los espacios. Su comportamiento un tanto particular y mis múltiples necesidades de ayuda contribuyeron a establecer entre nosotros una relación de amistad que se forjó a deshoras y se extendió a lo largo de las décadas y los avatares que nos tocó vivir. Tras aquellos primeros bocetos que resolvieron el contratiempo del atuendo de tenista, llegaron más ocasiones en las que el hijo de doña Encarna se ofreció a tender su mano para ayudarme a saltar airosa sobre obstáculos aparentemente insalvables. A diferencia del caso de la falda pantalón de Schiaparelli, el segundo escollo que me obligó a solicitar sus favores al poco de instalarme no vino promovido por necesidades artísticas, sino a causa de mi ignorancia en cuestiones monetarias. Todo comenzó tiempo atrás con un pequeño inconveniente que no habría supuesto problema alguno para cualquiera con una educación un poco aventajada. Sin embargo, los escasos años que asistí a la humilde escuela de mi barrio madrileño no habían dado para tanto. Por eso, a las once de la noche previa a la mañana acordada para entregar la primera factura del taller, me vi inesperadamente acosada por la incapacidad para plasmar por escrito los conceptos y cantidades a los que el trabajo realizado equivalía.
    Fue en noviembre. A lo largo de la tarde el cielo había ido tornándose en color panza de burra y al caer la noche comenzó a llover fuerte, el preludio de una tormenta proveniente del Mediterráneo cercano; una tormenta de las que arrasaban árboles, tumbaban los tendidos de la luz y acurrucaban a la gente entre las mantas musitando a Santa Bárbara una catarata fervorosa de letanías. Apenas un par de horas antes del cambio de tiempo, Jamila había llevado los primeros encargos recién terminados a la residencia de Frau Heinz. Los dos trajes de noche, los dos conjuntos de día y el modelo de tenista -mis cinco primeras obras- habían descendido de las perchas que las mantenían colgadas en el taller a la espera del último planchado y habían sido acomodadas en sus sacos de lienzo y transportadas en tres viajes sucesivos hasta su destino. El regreso de Jamila en el último de ellos trajo consigo la petición.
    -Frau Heinz decir que Jamila llevar mañana por la mañana factura en marcos alemanes.
    Y por si el mensaje no hubiera quedado bien claro, me entregó un sobre con una tarjeta que contenía el recado por escrito. Y entonces me senté a pensar en cómo demonios se haría una factura y por primera vez la memoria, mi gran aliada, se resistió a sacarme del atolladero. A lo largo de la instalación del negocio y de la creación de las primeras prendas, las estampas que aún atesoraba del mundo de doña Manuela me habían servido como recurso para salir adelante. Las imágenes memorizadas, las destrezas aprendidas, los movimientos y las acciones mecánicas tantas veces repetidas en el tiempo me habían proporcionado hasta entonces la inspiración necesaria para avanzar con éxito. Conocía al milímetro cómo funcionaba por dentro, una buena casa de costura, sabía tomar medidas, cortar piezas, plisar faldas, montar mangas y asentar solapas, pero por mucho que rebusqué entre mi catálogo de habilidades y recuerdos, ninguno encontré que sirviera de referencia para confeccionar una factura. Tuve muchas en la mano cuando aún cosía en Madrid y me encargaba de repartirlas por los domicilios de las clientas; en algunos casos incluso había regresado con el pago del importe en el bolsillo. Nunca, sin embargo, me había parado a abrir alguno de aquellos sobres para fijarme en detalle en su contenido.
    Pensé en recurrir como siempre a Candelaria, pero tras el balcón comprobé la negrura de la noche, el viento imperioso que azotaba una lluvia cada vez más densa y los relámpagos implacables que se abrían paso desde el mar. Ante aquel escenario, el camino a pie hasta la pensión se me figuró como el más escarpado de los senderos hacia el infierno. Decidí, pues, ingeniármelas sola: me hice con lápiz y papel y me senté en la mesa de la cocina dispuesta a emprender la tarea. Hora y media más tarde allí seguía, con mil cuartillas arrugadas alrededor, sacando punta al lápiz por quinta vez con un cuchillo, y sin saber aún cuántos marcos alemanes serían los cincuenta y cinco duros que tenía previsto cobrar a la alemana. Y fue entonces cuando, en medio de la noche, algo se estrelló con fuerza contra el cristal de la ventana. Me puse en pie con un salto tan precipitado que con él tumbé la silla. Inmediatamente vi que había luz en la cocina de enfrente, y pese a la lluvia, y pese a la hora, allí descubrí la figura redondona de mi vecino Félix, con sus gafas, el pelo ralo encrespado y un brazo en alto, listo para lanzar al aire un segundo puñado de almendras. Abrí la ventana dispuesta a pedirle airada explicaciones por aquel incomprensible comportamiento pero, antes de poder decir siquiera la primera palabra, su voz atravesó el hueco que nos separaba. El repiqueteo espeso de la lluvia contra las baldosas del patio de luces tamizó el volumen; el contenido de su mensaje, no obstante, llegó diáfano.
    -Necesito refugio. No me gustan las tormentas.
    Pude preguntarle si estaba loco. Pude hacerle saber que me había dado un susto tremendo, gritarle que era un imbécil y cerrar la ventana sin más. Pero no hice ninguna de esas cosas porque en el cerebro se me encendió de forma instantánea una pequeña lucecita: tal vez aquel estrambótico acto podría volverse favorable en ese mismo momento.
    -Te dejo que vengas si me ayudas -dije tuteándole sin ni siquiera pensarlo.
    -Ve abriendo la puerta, que allí estoy en un verbo.
    Por supuesto que mi vecino sabía que doscientas veinticinco pesetas eran al cambio doce con cincuenta reichsmarks. Como tampoco ignoraba que una factura presentable no podía hacerse en una cuartilla de papel barato con un lápiz resobado, así que cruzó de nuevo a su casa y regresó de inmediato con unos pliegos de papel inglés color marfil y una pluma Waterman que escupía trazos de tinta morada en primorosa caligrafía. Y desplegó todo su ingenio, que era mucho, y todo su talento artístico, que era mucho también, y en apenas media hora, entre truenos y en pijama, no sólo fue capaz de confeccionar la factura más elegante que las modistas europeas del norte de África jamás habrían podido imaginar, sino que, además, dio un nombre a mi negocio. Había nacido Chez Sirah.
    Félix Aranda era un hombre raro. Gracioso, imaginativo y culto, sí. Y curioso, y fisgón. Y un punto excéntrico y algo impertinente también. El trasiego nocturno entre su casa y la mía se convirtió en un ejercicio cotidiano. No diario, pero sí constante. A veces pasaban tres o cuatro días sin que nos viéramos, a veces venía cinco noches a la semana. O seis. O hasta siete. La asiduidad de nuestros encuentros tan sólo dependía de algo ajeno a nosotros: de lo borracha que estuviera su madre. Qué relación más extraña, qué universo familiar tan oscuro se vivía en la puerta de enfrente. Desde la muerte del marido y padre años atrás, juntos transitaban por la vida Félix y doña Encarna con la apariencia más armoniosa. Juntos paseaban todas las tardes entre las seis y las siete; juntos asistían a misas y novenas, se surtían de remedios en la farmacia Benatar, saludaban a los conocidos con cortesía y merendaban hojaldres en La Campana. El siempre pendiente de ella, protegiéndola cariñoso, caminando a su paso: con cuidado, mamá, no vayas a tropezar, por aquí, mamá, con cuidado, con cuidado. Ella, orgullosa de su criatura, publicitando sus dotes a siniestro y diestro: mi Félix dice, mi Félix hace, mi Félix piensa, ay, mi Félix, qué haría yo sin él.
    El polluelo solícito y la gallina clueca se transformaban, sin embargo, en un par de pequeños monstruos en cuanto se adentraban en un territorio más íntimo. Apenas traspasado el umbral de su vivienda, la anciana se enfundaba el uniforme de tirana y sacaba su látigo invisible para humillar al hijo hasta el extremo. Ráscame la pierna, Félix, que me pica la pantorrilla; ahí no, más arriba, mira que eres inútil, criatura, pero cómo habré podido yo parir un engendro como tú; pon bien el mantel, que lo veo torcido; así no, que está peor todavía; vuelve a ponerlo como estaba, que todo lo que tocas lo desgracias, pedazo de tarado, por qué no te dejaría yo en la inclusa cuando naciste; mírame la boca a ver si me ha avanzado la piorrea, saca el agua del Carmen que me alivie las flatulencias, dame friegas en la espalda con alcohol alcanforado, límame este callo, córtame las uñas de los pies, con cuidado, bola de sebo, que te llevas el dedo por delante; acércame el pañuelo que eche unas flemas, tráeme un parche Sor Virginia para el lumbago; lávame la cabeza y ponme los bigudíes, con más tino, imbécil, que me vas a dejar calva.
    Así creció Félix, con una doble vida de flancos tan dispares como patéticos. Tan pronto murió el padre, el niño adorado dejó de serlo de la noche a la mañana: en pleno crecimiento y sin que nadie ajeno lo sospechara, pasó de centro de mimos y cariños públicos a tornarse en el objeto de las furias y frustraciones de la madre en privado. Como con un tajo de guadaña, todas sus ilusiones fueron cortadas al ras: marcharse de Tetuán para estudiar Bellas Artes en Sevilla o Madrid, identificar su sexualidad confusa y conocer a gente como él, seres de espíritu poco convencional con anhelos de volar por libre. A cambio, se vio conminado a vivir permanentemente bajo el ala negra de doña Encarna. Terminó el bachiller con los marianistas del Colegio del Pilar con calificaciones brillantes que de nada le sirvieron porque ya había aprovechado la madre su condición de sufrida viuda para conseguirle un puesto administrativo de color gris rata. Estampillar impresos en el Negociado de Abastos de la Junta de Servicios Municipales: el mejor de los trabajos para tronchar la creatividad del más ingenioso y mantenerle atado como un perro, ahora te ofrezco una tajada de carne suculenta, ahora te doy una patada capaz de reventarte la barriga.
    Soportaba él los envites con paciencia franciscana. Y así, a lo largo de los años, mantuvieron el desequilibrio sin alteraciones, ella tiranizando y él manso, aguantando, resistiendo. Resultaba difícil saber qué buscaba la madre de Félix en Félix, por qué le trataba así, qué quería de su hijo más allá de lo que él habría estado dispuesto a darle siempre. ¿Amor, respeto, compasión? No. Eso ya lo tenía sin el menor de los esfuerzos, él no era cicatero en sus afectos, qué va, el bueno de Félix. Doña Encarna quería algo más. Devoción, disposición incondicional, atención a sus más absurdos caprichos. Sumisión, sometimiento. Justo todo lo que su marido le exigió a ella en vida. Por eso, supuse, se libró de él. Félix nunca me lo contó abiertamente pero, como garbancito, fue dejándome pistas por el camino. Yo sólo me limité a seguirlas y aquélla fue mi conclusión. Al difunto don Nicasio probablemente lo mató su mujer como tal vez Félix acabara liquidando a su madre cualquier noche turbia.
    Sería difícil calcular hasta cuándo habría podido él soportar aquel día a día tan miserable si ante sus ojos no se hubiera cruzado la solución de la forma más inesperada. Un particular agradecido por una gestión solvente en la oficina, un salchichón y un par de botellas de anís como regalo; vamos a probarlo, mamá, venga, una copita, mójate los labios nada más. Pero no sólo fueron los labios de doña Encarna los que apreciaron el sabor dulzón del licor, sino también la lengua, y el paladar, y la garganta, y el tracto intestinal, y de allí subieron los efluvios a la cabeza, y aquella misma noche aguardentosa Félix se encontró de bruces con la salida. Desde entonces, la botella de anís fue gran aliada: su tabla de salvación y la vía de escape por la que acceder a la tercera dimensión de su vida. Ya nunca más fue sólo un hijo modélico ante la galería y un trapo asqueroso en casa; a partir de aquel día también se convirtió en un noctámbulo desinhibido, en un prófugo a la búsqueda del oxígeno que en su hogar le faltaba.
    -¿Otro poquito del Mono, mamá? -preguntaba indefectible tras la cena.
    -Bueno, anda, ponme una gotita. Para aclararme la garganta mayormente, que parece que he cogido frío esta tarde en la iglesia.
    Los cuatro dedos de líquido viscoso caían por el gaznate de doña Encarna a velocidad de vértigo.
    -Si es que te lo tengo dicho, mamá, que no te abrigas bien -proseguía Félix cariñoso mientras le llenaba de nuevo la copa hasta el mismo borde-. Hala, bebe rápido, verás lo deprisa que entras en calor. -Diez minutos y tres lingotazos de matalahúva más tarde, doña Encarna roncaba semiinconsciente y su hijo huía cual gorrión suelto camino de tugurios de mala muerte, a juntarse con gente a la que a la luz del día y en presencia de su madre ni siquiera se habría atrevido a saludar.
    Tras mi llegada a Sidi Mandri y la noche de la tormenta, mi casa se convirtió también en un refugio permanente para él. Allí acudía a hojear revistas, a aportarme ideas, dibujar bocetos y contarme con gracia cosas del mundo, de mis clientas y de todos aquellos con los que a diario yo me cruzaba y no conocía. Así, noche a noche, fui informándome sobre Tetuán y su gente: de dónde y para qué habían venido todas aquellas familias a esa tierra ajena, quiénes eran aquellas señoras a las que yo cosía, quién tenía poder, quién tenía dinero, quién hacía qué, para qué, cuándo y cómo.
    Pero la devoción de doña Encarna por la botella no siempre lograba efectos sedantes y entonces, lamentablemente, las cosas se trastocaban. La fórmula yo te harto de aguardiente y tú me dejas en paz a veces no funcionaba según lo esperado. Y cuando el anisete no conseguía tumbarla, con la melopea llegaba el infierno. Aquellas noches eran las peores porque la madre no alcanzaba entonces el estado de una mansa momia, sino que se transformaba en un Júpiter tronante capaz de asolar con sus berridos la dignidad del más firme. Mal hijo, mamarracho, desgraciado, maricón era lo más suave que soltaba por la boca. Él, que sabía que la resaca mañanera borraría en ella cualquier trazo de memoria, con el tino certero de un lanzador de cuchillos la correspondía con otros tantos insultos igualmente indecorosos. Bruja asquerosa, mala zorra, cacho puta. Qué escándalo, Señor, si los hubieran oído las amistades con las que compartían confitería, boticario y banco de iglesia. Al día siguiente, sin embargo, el olvido parecía haberles caído encima con todo su peso y la cordialidad reinaba de nuevo en el paseo vespertino como si nunca hubiera existido entre ellos la menor tensión. ¿Quieres merendar hoy un suizo, mamá, o te apetece más una aguja de carne? Lo que prefieras, Félix, cariño, que tú eliges siempre bien por mí; anda, venga, vamos a darnos prisa, que tenemos que ir a dar el pésame a María Angustias, que me han dicho que ha caído su sobrino en la batalla del Jarama; ay, qué lástima, ángel mío, menos mal que ser hijo de viuda te ha librado de que te llamen a filas; qué habría hecho yo, Virgen Santísima, sola y con mi niño en el frente.
    Félix era lo suficientemente listo como para saber que alguna anormalidad enfermiza sobrevolaba aquella relación, pero no lo bastante valiente como para cortar con ella por lo sano. Tal vez por eso se evadía de su lamentable realidad alcoholizando a su madre poco a poco, escapándose como un vampiro en la madrugada o riéndose de sus propias miserias mientras buscaba la culpa en mil causas ridículas y sopesaba los remedios más peregrinos. Uno de sus divertimentos consistía en descubrir rarezas y soluciones entre los anuncios de los periódicos, tumbado en el sofá de mi salón mientras yo remataba un puño o pespunteaba el penúltimo ojal del día.
    Y entonces me decía cosas como ésta:
    -¿Tú crees que lo de la hidra de mi madre será algo de nervios? A lo mejor esto se lo soluciona. Escucha, escucha. «Nervional. Despierta el apetito, facilita la digestión, regulariza el vientre. Hace desaparecer las extravagancias y los abatimientos. Tome Nervional, no lo dude.»
    O ésta:
    -Para mí que lo de mamá va a ser una hernia. Yo ya había pensado en regalarle una faja ortopédica, a ver si se le pasaran con ella las malas pulgas, pero oye esto: «Herniado, evite los peligros y las molestias con el insuperable e innovador compresor automático, maravilla mecano-científica que sin trabas, tirantes ni engorros vencerá totalmente su dolencia». Igual funciona, ¿a ti qué te parece, nena, le compro uno?
    O tal vez esta otra:
    -¿Y si al final resulta que es algo de la sangre? Mira lo que dice aquí. «Depurativo Richelet. Enfermedades del riego. Varices y llagas. Rectificador de la sangre viciada. Eficaz para eliminar venenos úricos.»
    O cualquier tontería de género similar:
    -¿Y si son almorranas? ¿Y si tiene mal de ojo? ¿Y si busco a un santón en la morería para que le haga un encantamiento? La verdad, creo que no debería preocuparme tanto, porque confío en que sus querencias darwinianas terminen corroyéndole el hígado y acaben con ella en breve plazo, que cada botella ya no le alcanza ni a un par de días y me está arruinando el bolsillo la vieja. -Detuvo su perorata tal vez esperando una réplica, pero no la obtuvo. O, al menos, no la encontró con palabras-. No sé por qué me miras con esa cara, chata -añadió entonces.
    -Porque no sé de qué me estás hablando, Félix.
    -¿No sabes a qué me refiero con las querencias darwinianas? ¿Es que tampoco sabes quién es Darwin? El de los monos, el de la teoría de que los humanos descendemos de los primates. Si digo que mi madre tiene querencias darwinianas es porque le chifla el Anís del Mono, ¿entiendes? Chica, tienes un estilo divino y coses como los mismísimos ángeles, pero en cuestiones de cultura general estás un poquito pez, ¿no?
    Lo estaba, efectivamente. Sabía que tenía facilidad para aprender cosas nuevas y retener datos en la cabeza, pero también era consciente de las carencias formativas que arrastraba. Acumulaba muy escasos conocimientos de los que entonces se enseñaban en las enciclopedias: poco más que el nombre de un puñado de reyes recitados de carrerilla y aquello de que España limita al norte con el mar Cantábrico y los montes Pirineos que la separan de Francia. Podía cantar a voz en grito las tablas de multiplicar y era rápida usando los números en operaciones reales, pero no había leído ni un solo libro en toda mi vida y sobre historia, geografía, arte o política apenas tenía más saberes que los absorbidos durante mis meses de convivencia con Ramiro y a través de las grescas entre sexos en la pensión de Candelaria. Aparentemente podía dar el pego como joven mujer con estilo y modista selecta, pero era consciente de que, a poco que alguien rascara sobre mi capa exterior, descubriría sin el menor esfuerzo la fragilidad sobre la que me sostenía. Por eso, aquel primer invierno en Tetuán, Félix me hizo un extraño regalo: empezó a educarme.
    Valió la pena. Para los dos. Para mí, por lo que aprendí y me depuré. Para él, porque gracias a nuestros encuentros llenó sus horas solitarias de afecto y compañía. Sin embargo, a pesar de sus encomiables intenciones, mi vecino distó mucho de resultar un docente convencional. Félix Aranda era un ser con aspiraciones de espíritu libre que pasaba cuatro quintas partes de su vida constreñido entre la bipolaridad despótica de su madre y el tedio machacón del más burocrático de los trabajos, así que, en sus horas de liberación, lo último que se podía esperar de él era orden, mesura y paciencia. Para encontrar eso tendría yo que haber vuelto a La Luneta, a que el maestro don Anselmo elaborara un plan didáctico a la medida de mi ignorancia. En cualquier caso, aunque Félix nunca fue un profesor metódico y organizado, sí me instruyó en muchas otras enseñanzas tan incoherentes como deslavazadas que, a la larga y de una u otra manera, de algo me sirvieron para moverme por el mundo. Así, gracias a él, me familiaricé con personajes como Modigliani, Scott Fitzgerald y Josephine Baker, logré distinguir el cubismo del dadaísmo, supe lo que era el jazz, aprendí a situar las capitales de Europa en un mapa, memoricé los nombres de sus mejores hoteles y cabarets, y llegué a contar hasta cien en inglés, francés y alemán.
    Y también gracias a Félix me enteré de la función de mis compatriotas españoles en aquella tierra lejana. Supe que España llevaba ejerciendo su protectorado sobre Marruecos desde 1912, unos años después de firmar con Francia el Tratado de Algeciras por el que, como suele pasar a los parientes pobres, frente a los franceses ricos a la patria hispana le había correspondido la peor parte del país, la menos próspera, la más indeseable. La chuleta de África, le decían. España buscaba allí varias cosas: revivir el sueño imperial, participar en el reparto del festín colonial africano entre las naciones europeas aunque fuera con las migajas que las grandes potencias le concedieron; aspirar a llegar al tobillo de Francia e Inglaterra una vez que Cuba y Filipinas se nos habían ido de las manos y la piel de toro era tan pobre como una cucaracha.
    No fue fácil afianzar el control sobre Marruecos aunque la zona asignada en el Tratado de Algeciras fuera pequeña, la población nativa escasa y la tierra áspera y pobre. Costó rechazos y revueltas internas en España, y miles de muertos españoles y africanos en la locura sangrienta de la brutal guerra del Rif. Sin embargo, lo consiguieron: tomaron mando y casi veinticinco años después del establecimiento oficial del
    Protectorado, doblegada ya toda resistencia interna, allí seguían mis compatriotas, con su capital firmemente asentada y sin parar de crecer. Militares de todo escalafón, funcionarios de correos, aduanas y obras públicas, interventores, empleados de banca. Empresarios y matronas, maestros, boticarios, juristas y dependientes. Comerciantes, albañiles. Médicos y monjas, limpiabotas, cantineros. Familias enteras que atraían a otras familias al reclamo de buenos sueldos y un futuro por construir en convivencia con otras culturas y religiones. Y yo entre ellos, una más. A cambio de su impuesta presencia a lo largo de un cuarto de siglo, España había proporcionado a Marruecos avances en equipamientos, sanidad y obras, y los primeros pasos hacia una moderada mejora de la explotación agrícola. Y una escuela de artes y oficios tradicionales. Y todo aquello que los nativos pudieran obtener de beneficio en las actividades destinadas a satisfacer a la población colonizadora: el tendido eléctrico, el agua potable, escuelas y academias, comercios, el transporte público, dispensarios y hospitales, el tren que unía Tetuán con Ceuta, el que aún llevaba a la playa de Río Martín. España de Marruecos, en términos materiales, había conseguido muy poco: apenas había recursos que explotar. En términos humanos y en los últimos tiempos, sin embargo, sí había obtenido algo importante para uno de los dos bandos de la contienda civil: miles de soldados de las fuerzas indígenas marroquíes que en aquellos días luchaban como fieras al otro lado del Estrecho por la causa ajena del ejército sublevado.
    Además de estos y otros conocimientos, de Félix obtuve también algo más: compañía, amistad e ideas para el negocio. Algunas de ellas resultaron excelentes y otras del todo excéntricas, pero al menos contribuyeron a hacer reír al final del día a ese par de almas solitarias que éramos los dos: Nunca logró convencerme para transformar mi taller en un estudio de experimentación surrealista en el que las capelinas tuvieran forma de zapato y los figurines presentaran a modelos tocadas con un teléfono por sombrero. Tampoco consiguió que utilizara caracolas marinas como abalorios ni pedazos de esparto en los cinturones, ni que me negara a aceptar como clienta a cualquier señora exenta de glamour. Sí le hice caso, sin embargo, en otras cosas.
    Por iniciativa suya cambié, por ejemplo, mi manera de hablar. Desterré de mi castellano castizo los vulgarismos y las expresiones coloquiales y creé un nuevo estilo para obtener un mayor aire de sofisticación. Empecé a dejar caer palabras y fórmulas en francés que había oído repetidamente en los locales de Tánger, cazadas al vuelo en conversaciones cercanas en las que yo casi nunca participé y en encuentros sobrevenidos con gente con la que jamás llegué a cruzar más de tres frases. No eran más que unas cuantas expresiones, apenas media docena, pero él me ayudó a pulir su pronunciación y a calcular los momentos más oportunos para hacer uso de ellas. Todas estaban destinadas a mis clientas, a las presentes y las venideras. Pediría permiso para prender alfileres con vous permettez?, confirmaría con voilà tout y alabaría los resultados con tres chic. Hablaría de maisons de haute couture de cuyos dueños tal vez podría suponerse que alguna vez fui amiga y de gens du monde que quizá hubiera conocido en mis supuestas andanzas por acá y allá. A todos los estilos, modelos y complementos que propusiera les colgaría la etiqueta verbal de à la francaise; todas las señoras serían tratadas como madame. Para agasajar la dimensión patriótica del momento, decidimos que cuando tuviera clientas españolas recurriría oportunamente a referencias a personas y lugares conocidos en mis viejos tiempos trotando por las mejores casas de Madrid. Soltaría nombres y títulos como quien deja caer un pañuelo: levemente, sin estruendo ni aparatosidad. Que tal traje estaba inspirado en aquel modelo que un par de años atrás cosí para que mi amiga la marquesa de Puga lo luciera en la fiesta del polo de Puerta de Hierro; que tal tela era idéntica a la que usó para su puesta de largo la hija mayor de los condes del Encinar en su palacete de la calle Velázquez.
    Por indicación de Félix mandé también hacer para la puerta una placa dorada con la inscripción en letra inglesa Chez Sirah - Grand couturier. En La Papelera Africana encargué una caja de tarjetas en blanco marfileño con el nombre y dirección del negocio. Así era, según él, como se denominaban las mejores casas de la moda francesa de entonces. Lo de la h final fue otro toque suyo para dotar al taller de un mayor aroma internacional, dijo. Le seguí el juego, por qué no; al fin y al cabo, a nadie dañaba con aquella pequeña folie de grandeur. En eso le hice caso y en mil detalles más gracias a los cuales, como en una pirueta de circo de tres pistas, no sólo fui capaz de adentrarme con mayor seguridad en el futuro, sino que también logré, tachan, tachán, sacarme de la chistera un pasado. No necesité demasiado esfuerzo: con tres o cuatro poses, un puñado de pinceladas precisas y unas cuantas recomendaciones de mi pigmalión particular, mi aún reducida clientela se encargó de montarme toda una vida en apenas un par de meses.
    Para la pequeña colonia de señoras selectas que formaban mis clientas dentro de aquel universo de expatriados, yo pasé a ser una joven modista de alta costura, hija de un millonario arruinado, prometida con un aristócrata guapísimo con un leve punto de seductor y aventurero. Supuestamente siempre, habíamos vivido en varios países y nos habíamos visto obligados a cerrar nuestras casas y negocios de Madrid asustados por la incertidumbre política. En aquel momento, mi prometido andaba gestionando unas prósperas empresas en la Argentina mientras yo esperaba su regreso en la capital del Protectorado porque me habían aconsejado la benevolencia de aquel clima para mi delicada salud. Como mi vida había sido siempre tan movida, tan ajetreada y tan mundana, me sentía incapaz de ver pasar el tiempo sin dedicarme a alguna actividad, así que había decidido abrir un pequeño taller en Tetuán. Por puro entretenimiento, básicamente. De ahí que no cobrara precios astronómicos ni me negara a recibir todo tipo de encargos.
    Nunca desmentí ni un ápice de la imagen que sobre mí se había configurado gracias a las pintorescas sugerencias de mi amigo Félix. Tampoco lo incrementé: simplemente me limité a dejarlo todo en suspense, a alimentar la incógnita y hacerme menos concreta, más indefinida: tremendo gancho para cebar el morbo y captar nueva clientela. Si me hubiera visto el resto de las modistillas del taller de doña Manuela. Si me hubieran visto las vecinas de la plaza de la Paja, si me hubiera visto mi madre. Mi madre. Intentaba pensar en ella lo menos posible, pero su recuerdo me asaetaba con fuerza de manera permanente. Sabía que era fuerte y resolutiva; sabía que sabría resistir. Pero aun así, cómo ansiaba oír de ella, enterarme de qué manera se las arreglaba en su día a día, cómo salía adelante sin compañía ni ingresos. Anhelaba transmitirle que yo estaba bien, sola otra vez, de nuevo cosiendo. Por la radio me mantenía informada y cada mañana Jamila se acercaba al estanco Alcaraz a comprar La Gaceta de África. Segundo año triunfal bajo la égida de Franco, rezaban ya las portadas. A pesar de que toda la actualidad venía tamizada por el filtro del bando nacional, me mantenía más o menos enterada de la situación en Madrid y de su resistencia. Con todo y con eso, seguía resultando imposible tener noticias directas de mi madre. Cuánto la echaba de menos, cuánto habría dado por poder compartir todo con ella en aquella ciudad extraña y luminosa, por haber montado juntas el taller, haber vuelto a comer sus guisos, a escuchar sus sentencias siempre certeras. Pero Dolores no estaba allí y yo sí. Entre desconocidos, sin poder regresar a ningún sitio, luchando por sobrevivir mientras inventaba una existencia impostada sobre la que poner los pies al levantarme cada mañana; peleando porque nadie llegara a saber que un vividor sin escrúpulos me había machacado el alma y un montón de pistolas habían servido para crear el negocio gracias al cual lograba comer todos los días.
    A menudo recordaba también a Ignacio, mi primer novio. No echaba de menos su cercanía física; la presencia de Ramiro había sido tan brutalmente intensa que la suya, tan dulce, tan liviana, me parecía ya algo remoto y difuso, una sombra casi desvanecida. Pero no podía evitar el evocar con nostalgia su lealtad, su ternura y la certeza de que nada doloroso me habría ocurrido jamás a su lado. Y con mucha, muchísima más frecuencia de lo deseable, el recuerdo de Ramiro me asaltaba de forma inesperada y me clavaba con furia un rejonazo en las entrañas. Dolía, sí, claro que dolía. Dolía inmensamente, pero logré acostumbrarme a convivir con ello como quien tira de un fardo: arrastrando una carga inmensa que, aunque ralentiza el paso y exige un sobreesfuerzo, no impide del todo seguir el camino.
    Todas aquellas presencias invisibles -Ramiro, Ignacio, mi madre, lo perdido, lo pasado- se fueron transformando en compañías más o menos volátiles, más o menos intensas con las que hube de aprender a convivir. Me invadían cuando estaba sola, en las tardes silenciosas de trabajo en el taller entre patrones e hilvanes, en la cama al acostarme o en la penumbra del salón en las noches sin Félix, ausente en sus andanzas clandestinas. El resto del día solían dejarme tranquila: probablemente intuían que andaba demasiado ocupada como para pararme a hacerles caso. Bastante tenía con un negocio que sacar adelante y una personalidad tramposa que seguir construyendo.
    
El tiempo entre costuras
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